15 nov 2010

Ni gritos ni disculpas


Dos ancianos siempre están sentados a la sombra del kiosco; en esa plaza donde el paisaje siempre es el mismo, en ese pueblo donde lo único que cambia son las estaciones del año, el color de las buganvilias y lo templado del viento, las arrugas en la mirada de Ernesto y las manchas en las manos de Javier.

Amigos desde siempre y albañiles desde que pudieron cargar un costal de cemento, hoy viven de la piedad de las señoras y dejando pasar las tardes bajo el cobijo del sol cuando atardece. De ellos no se sabe mucho solo lo que alcanzas a escuchar cuando pasas junto a ellos.

Javier, el más viejo siempre grita al aire, sin previo aviso, tan derrepente e inesperado como ninguna comparación en ese pueblo.

Ernesto siempre a su lado y siguiéndole en cada movimiento, calmadamente trata de disculparlo con aquellos que se asustan al escucharle o verle hablándole al vacio.

-¡Me choca su infranqueza! ¡Viejo cretino! ¿Qué se cree?- grita Javier

-Siempre lo hace no se preocupe- sereno repone Ernesto

Pudiera decirse que uno acompaña al otro, que Ernesto cuida de Javier, hasta que te pones a escucharlos, por que de esos gritos y de esas disculpas nadie es testigo, excepto el viento, el mismo que se las lleva rebotando en el empedrado de las calles.

Javier grita al cielo, reprocha, recuerda, revive.

Ernesto se disculpa por su compañero, se apena y pide comprensión.

Es una respuesta instantánea entre uno y otro, como un contagio divino de la costumbre. Los gritos y las disculpas que le siguen están ahí a cada hora, en cualquier lugar, sin dirigir las miradas, sin importar que nadie los esté escuchando.

Podcast "La pequeña soñadora"

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Se podra???